-Un lobo estepario es una realidad que no debe ser invadida
Un puente inexacto que conduce a la memoria.
Eso dice Vladimir que son nuestras conversaciones. Puentes que nos conducen a descubrir a las personas (o personajes) que viven con nosotros y que además han tenido las mismas experiencias; casi siempre concluimos que la única diferencia entre lo que constituimos como individuos y esos vecinos tan nuestros es que ellos han definido cada momento de otra manera. Por eso son siempre lo que no podemos, ni remotamente, llegar a ser. Vladimir también dice que soy una dama y siempre que puede reconoce que tengo un gusto muy particular para decidir cuál es la belleza que me golpea.
Seguramente yo no soy nunca la misma, sino que me redefino de acuerdo al otro, aunque me entere muy pronto de qué es lo que están haciendo con lo que para mi significa ser Gilda. Muchas veces me da igual, y hasta he logrado (sobre)vivir a esos personajes de maneras insospechadas cada vez que me doy cuenta de su función específica. Siempre funciona, hasta que se topan con una mujer en particular que nunca he sabido de qué forma manejar: la rubia. Y se quedan con ella.
No importa el color de pelo que la rubia tenga. Hasta ahora esta mujer es absolutamente camaleónica y, contrario a lo que dice Vladimir, es el único de mis personajes (o personas) que no vive conmigo, pero que, a modo de sátira inusual, es mi total opuesta. Habría que aclarar que mi fijación no es la freudiana; nunca entendí muy bien ese mecanismo que tiene que ver con la no ruptura del cordón umbilical en los hombres. Hasta ahora solo sé que esta rubia, que existe solamente porque existo yo, no quiere habitarme precisamente, sino que su unico objetivo es simbolizar todas las paranoias sin fondo que me son imposibles de observar más de un segundo por vez. Está claro entonces que mi obsesión con esta flaca no es su trasero.
La rubia, por si acaso, no es ni de lejos perfecta.
Y entonces descubro que la perfección no es una de mis idea constantes, y que la falta de ella no me significa una carencia. Lo importante aquí es que esta mujer tiene una particularidad muy fina y es que por más de que se esfuerce ningún sujeto logra cansarse de ella, por lobo o anacoreta que sea. A esta rubia no se la expulsa, ni se la observa como otra cosa que no sea ella misma, y tampoco ninguna de las acciones de esta mujer es calificada con otra intención que no demuestre la acción en sí misma.
No hay momentos de ruptura, ni finales apresurados.
La rubia no amanece sola, ni fuma mucho o poco, ni es flaca o alta, porque al final materializar su físico tampoco es importante. Ya mencioné que ni siquiera sé si es rubia. Se supone que ella es la que no busca sino que la encuentran y que tampoco toca los timbres de las puertas. Es operativa, analítica y descarta la histeria como mecanismo de defensa; tampoco pierde nunca el respeto o el control sobre nada. El sexo para ella está entre el ritual y lo cochino, habla parejo y nunca la quieren dejar ir. Y ya aquí el problema no es no irse, sino estar. Y eso nunca es lo mismo.
Quiero suponer que hay muchas rubias cotidianas en la gente, que todos los hombres tienen a un rubio fantástico al que detestan, que mis amigas rubias tienen a su vez otras rubias inexpulsables que logran plantearles cuestionamientos sobre ellas mismas y plantárseles en frente como el miedo más importante de sus vidas. Nada más que por ahora yo no manejo una teoría que me permita obviar a esta mujer, ni me atrevo a desvirtuar los conceptos que le permiten esa conversación fluida.
Hay días (a veces semanas enteras) en que esta mujer entra, cruza las piernas y me da la horrible impresión de que sus maletas están afuera de mi casa y que sus intenciones están formadas por clichés tan comunes como tickets sin retorno o muelas sin caries. Y entonces de nuevo sé que mi problema no el descarte, sino la preferencia.
Un puente inexacto que conduce a la memoria.
Eso dice Vladimir que son nuestras conversaciones. Puentes que nos conducen a descubrir a las personas (o personajes) que viven con nosotros y que además han tenido las mismas experiencias; casi siempre concluimos que la única diferencia entre lo que constituimos como individuos y esos vecinos tan nuestros es que ellos han definido cada momento de otra manera. Por eso son siempre lo que no podemos, ni remotamente, llegar a ser. Vladimir también dice que soy una dama y siempre que puede reconoce que tengo un gusto muy particular para decidir cuál es la belleza que me golpea.
Seguramente yo no soy nunca la misma, sino que me redefino de acuerdo al otro, aunque me entere muy pronto de qué es lo que están haciendo con lo que para mi significa ser Gilda. Muchas veces me da igual, y hasta he logrado (sobre)vivir a esos personajes de maneras insospechadas cada vez que me doy cuenta de su función específica. Siempre funciona, hasta que se topan con una mujer en particular que nunca he sabido de qué forma manejar: la rubia. Y se quedan con ella.
No importa el color de pelo que la rubia tenga. Hasta ahora esta mujer es absolutamente camaleónica y, contrario a lo que dice Vladimir, es el único de mis personajes (o personas) que no vive conmigo, pero que, a modo de sátira inusual, es mi total opuesta. Habría que aclarar que mi fijación no es la freudiana; nunca entendí muy bien ese mecanismo que tiene que ver con la no ruptura del cordón umbilical en los hombres. Hasta ahora solo sé que esta rubia, que existe solamente porque existo yo, no quiere habitarme precisamente, sino que su unico objetivo es simbolizar todas las paranoias sin fondo que me son imposibles de observar más de un segundo por vez. Está claro entonces que mi obsesión con esta flaca no es su trasero.
La rubia, por si acaso, no es ni de lejos perfecta.
Y entonces descubro que la perfección no es una de mis idea constantes, y que la falta de ella no me significa una carencia. Lo importante aquí es que esta mujer tiene una particularidad muy fina y es que por más de que se esfuerce ningún sujeto logra cansarse de ella, por lobo o anacoreta que sea. A esta rubia no se la expulsa, ni se la observa como otra cosa que no sea ella misma, y tampoco ninguna de las acciones de esta mujer es calificada con otra intención que no demuestre la acción en sí misma.
No hay momentos de ruptura, ni finales apresurados.
La rubia no amanece sola, ni fuma mucho o poco, ni es flaca o alta, porque al final materializar su físico tampoco es importante. Ya mencioné que ni siquiera sé si es rubia. Se supone que ella es la que no busca sino que la encuentran y que tampoco toca los timbres de las puertas. Es operativa, analítica y descarta la histeria como mecanismo de defensa; tampoco pierde nunca el respeto o el control sobre nada. El sexo para ella está entre el ritual y lo cochino, habla parejo y nunca la quieren dejar ir. Y ya aquí el problema no es no irse, sino estar. Y eso nunca es lo mismo.
Quiero suponer que hay muchas rubias cotidianas en la gente, que todos los hombres tienen a un rubio fantástico al que detestan, que mis amigas rubias tienen a su vez otras rubias inexpulsables que logran plantearles cuestionamientos sobre ellas mismas y plantárseles en frente como el miedo más importante de sus vidas. Nada más que por ahora yo no manejo una teoría que me permita obviar a esta mujer, ni me atrevo a desvirtuar los conceptos que le permiten esa conversación fluida.
Hay días (a veces semanas enteras) en que esta mujer entra, cruza las piernas y me da la horrible impresión de que sus maletas están afuera de mi casa y que sus intenciones están formadas por clichés tan comunes como tickets sin retorno o muelas sin caries. Y entonces de nuevo sé que mi problema no el descarte, sino la preferencia.