Monday, December 21, 2009

Esta mañana nevó en Cataluña y -como si fuese casualidad- volví a escuchar después de mucho tiempo el blues de Bessie Smith de fondo. Hoy, que es lunes y que la navidad se me viene encima, me doy cuenta de que ya no hay “morriña” y de que la tristeza de los primeros días por fin se ha transformado en una fiesta; me entero de que a Barcelona y a mi ya no nos separan tantas cosas, aunque a veces tenga que darle un par de golpes secos a su franca hostilidad y pelear con elegancia hasta salir invicta.

Estudiar –lo que sea, a nadie le importa- no te aleja del calificativo “migrante” y sin embargo, en cada esquina comprendo por qué no volvería al puerto, aunque el caos guayaco se me salga entero, por todas partes, cada vez que hablo. Y al observar comprendo que nos pasa a todos los que dejamos una vida fuera y sé que mis compañeros, por ejemplo, han buscado también la manera de que sus países tengan un espacio en nuestras charlas, para evocar sus sociedades de un modo reivindicativo y para encontrar sin proponérnoslo aquellos puntos que nos separan hasta la diferencia y que además nos unen, hasta convertirnos en una suerte reflejo. Hermosa sincronía sudaca.

Aprendo todos los días en la cocina, lavo mis platos, mis calzones y mis medias. Me hago cargo de mí, y entiendo (al fin) que si llego a las siete de la mañana del día siguiente, nadie me espera. Entonces veo que esto se pone divertido, aunque luego aparezca otra vez aquella sensación extraña de tránsito. De que no estoy en casa, de que esto es apenas una especie de hotel confortable en donde no puedo usar las paredes a mi antojo y en donde de nada serviría el ir dejando marcas. Las maletas que se ven arriba del clóset hablan claro y frente su discurso no hay argumentos que puedan validar mi opinión.

He vuelto a escribir y eso importa. Cuando nos conocimos, Elías insistía en que a la pluma había que entrarle con todo y sin miedo, como a las mujeres; yo decía que me daba miedo y él solo contestaba: “¿y si escribes mal, qué?”, un poco para joderme y otro poco para sostener que cuando se tiene un oficio hay que profesarle el suficiente respeto para no caer en la infamia de dejarlo en el trastero. “Lo que hay que hacer es escribir”, decía y me quedo con eso -y con muchas otras de sus maniáticas cosas- porque al final el hombre suele cambiar, y sus opiniones se vuelven a veces muy diversas. Aún así, se me hace tan entrañable que de refilón, lo menciono.

Es seis días es mi cumpleaños y ese será motivo de otro paseo por aquí. Quizá no pueda venir a dejar la cuenta; estaré por Roma, con Cynthia, viendo cómo se las ingenian los italianos para ser tan felices, para gritar tal alto y para caerme tan bien. Pienso que deberé emborracharme con vino y olvidar, por una sola vez, la dieta, las calorías y lo que no quiero ser.

Feliz Navidad!

 
Sunday, December 13, 2009

Había perdido la costumbre de escribir aquí. Con el tiempo me fui quedando un muda y lo único que lograba eran aquellos perfiles del diario, en donde un poco me mutilaban los textos, lo que había que decir, y otro poco desconfiguraban los trazos con los que iba dibujando a cada personaje. Y aunque sabía que esto existía, miraba el blog con la nostalgia de otros tiempos, como pensando que el personaje que creé –de corte desanfadado, con austeridad risueña- se había quedado en la virtualidad y no volvería.

De hecho, tampoco ha vuelto. Paulette se guardó en el juego del blog y ya no hay necesidad de retomar seudónimos, al final, esa silueta siempre va armada con cinismo al igual que yo y lo mira todo con una particular lejanía, para sumergirse en lo realmente necesario, cuando vale la pena. Nos mimetizamos.

Pensé en un mail pero recordé este sitio; he limpiado un poco y paso a dejar el recuento. Esta noche Barcelona está fría, tanto, que los dedos son una extensión del aire y la ropa hace más y más falta. Es un problema cuando la temperatura en la que oscilaba tu vida y todo lo que conocías era 30 grados, para arriba. Pero ahora vivo entre los largos abrigos y los enfrentamientos clave: con la lavadora, con la medida de los detergentes, con la lengua catalana y conmigo. Las ciudades grandes logran eso y siento que aun voy armando a Barcelona en mi cabeza, marcando las calles en un mapa mental, ahuyentando lo muy a la defensiva que te hace Guayaquil y acostumbrándome al orden establecido de un colectivo que voy conociendo, de a poco. A que me den paso en la calle, al pequeño precio de una novela. A la obra de Ray Jhonson dispuesta para mí, justo ahora.

Llegué hace casi un mes y no ha sido suficiente para que la melacolía no estorbe. La soledad a veces es muy canalla y golpea la puerta con fuerza, hasta tumbarla; todo lo que conozco y quiero está muy lejos de aquí y a ratos me descubro esperando un correo, una llamada o una señal -cualquiera- para sentirlos cerca. Pero como cuña migrante, todo sigue igual, solo que yo ya no estoy ahí. Han habido noticias, entre esas que mi perra Helena murió la semana pasada de un infarto. Sucedió rápido y como la muerte suele ser una hija de puta, la noticia me encerró durante días; fue un gran reencuentro con la más profunda de las tristezas y las pijamas grandes.

Pero ahora, creo, voy mejor. Hay obsesiones que empaqué: el cuidado con la comida, que sea solo Lark y no otro cigarrillo, que el café no sea de frasco, que las charlas sean largas. Hay otras que descubrí: pienso mucho en las horas, organizo, reorganizo y limpio, no soporto mi pelo largo, adoro la coca dieta, que me creo catadora del café cortado. En medio, también me enteré de que el hachís es infumable y que si habría de tener una adicción, mi relación sería únicamente con la hierba del sur.

Las noches son de abstinencia, pero a cambio de eso cada estrecha calle - cada una con sus balcones- me recuerdan por qué decidí suspender mi vida en Guayaquil, para venir a retomarla en Barcelona.

Digo Mi Paij –con j, sin s- cuando menciono al Ecuador y reconozco a los de mi barrio cuando los escucho hablar en el metro. Veo países distintos en las caras de la gente que circula por las mismas calles por las que paso todos los días y me alegro con los colores de la India o con el quehacer bullicioso de los rumanos; con los niños latinos con acento español. Me alegro y luego abro el espacio gris de la identidad, del concepto de sujeto frente al otro.

Los catalanes usan sus palmas muy bien, hay que decirlo. Aplauden de un modo tan natural que la analogía es inevitable: es igual como cuando a una se le mueven solas las caderas si aparece alguna salsa. Ellos, como nosotros, no se esfuerzan, lanzan esporádicos “ooole” al aire y siguen aplaudiendo como si se tratara de un suspiro. Es la alegría catalana “de los cojones” que aun miro desde afuera. Marcan también la ele y dicen que mi nombre es Jilda, y no Gilda. Yo demuestro lo contrario a fuerza de fonética.

Voy a volver más seguido por estos lares, a contar cómo es el barrio donde vivo, el soundtrack con el me encuentro cada mañana, la música a la que he vuelto y lo mala que me queda la comida.