Esta mañana nevó en Cataluña y -como si fuese casualidad- volví a escuchar después de mucho tiempo el blues de Bessie Smith de fondo. Hoy, que es lunes y que la navidad se me viene encima, me doy cuenta de que ya no hay “morriña” y de que la tristeza de los primeros días por fin se ha transformado en una fiesta; me entero de que a Barcelona y a mi ya no nos separan tantas cosas, aunque a veces tenga que darle un par de golpes secos a su franca hostilidad y pelear con elegancia hasta salir invicta.
Estudiar –lo que sea, a nadie le importa- no te aleja del calificativo “migrante” y sin embargo, en cada esquina comprendo por qué no volvería al puerto, aunque el caos guayaco se me salga entero, por todas partes, cada vez que hablo. Y al observar comprendo que nos pasa a todos los que dejamos una vida fuera y sé que mis compañeros, por ejemplo, han buscado también la manera de que sus países tengan un espacio en nuestras charlas, para evocar sus sociedades de un modo reivindicativo y para encontrar sin proponérnoslo aquellos puntos que nos separan hasta la diferencia y que además nos unen, hasta convertirnos en una suerte reflejo. Hermosa sincronía sudaca.
Aprendo todos los días en la cocina, lavo mis platos, mis calzones y mis medias. Me hago cargo de mí, y entiendo (al fin) que si llego a las siete de la mañana del día siguiente, nadie me espera. Entonces veo que esto se pone divertido, aunque luego aparezca otra vez aquella sensación extraña de tránsito. De que no estoy en casa, de que esto es apenas una especie de hotel confortable en donde no puedo usar las paredes a mi antojo y en donde de nada serviría el ir dejando marcas. Las maletas que se ven arriba del clóset hablan claro y frente su discurso no hay argumentos que puedan validar mi opinión.
He vuelto a escribir y eso importa. Cuando nos conocimos, Elías insistía en que a la pluma había que entrarle con todo y sin miedo, como a las mujeres; yo decía que me daba miedo y él solo contestaba: “¿y si escribes mal, qué?”, un poco para joderme y otro poco para sostener que cuando se tiene un oficio hay que profesarle el suficiente respeto para no caer en la infamia de dejarlo en el trastero. “Lo que hay que hacer es escribir”, decía y me quedo con eso -y con muchas otras de sus maniáticas cosas- porque al final el hombre suele cambiar, y sus opiniones se vuelven a veces muy diversas. Aún así, se me hace tan entrañable que de refilón, lo menciono.
Es seis días es mi cumpleaños y ese será motivo de otro paseo por aquí. Quizá no pueda venir a dejar la cuenta; estaré por Roma, con Cynthia, viendo cómo se las ingenian los italianos para ser tan felices, para gritar tal alto y para caerme tan bien. Pienso que deberé emborracharme con vino y olvidar, por una sola vez, la dieta, las calorías y lo que no quiero ser.
Feliz Navidad!