Contrario a lo que dice mi profesor de yoga, yo no puedo poner un pie en la calle e imaginarme (o saber) que hay miles de seres de luz que me rodean, sino que mas bien pienso en los seres humanos que caminan irrepetuosamente a mi lado, invadiendo, empujando, agarrando, y trato de evitarlos. Esta mañana salí de casa pensando en la Metrovía.
Cuando tenía 19 (o 20) años cogí un bus por primera vez. Las razones por las que nunca había estado en un transporte público son personales y además, vergonzosas o ridículas, según el criterio de cada uno de ustedes, pero puedo decir que esta defloración urbana fue algo casi poético, tanto, que el episodio alcanza facilmente la definición de sublime.
La Ebenezer, línea 107; así se llama el bus que a los de la Católica nos dejaba en el paradero de la Carlos Julio Arosemena; la primera vez que lo tomé fue de regreso a casa y porque el Safadi me obligó, me pegó tres gritos en el paradero y me empujó hacia las mínimas escaleritas de este microartefacto. Detras mío se subió un payaso tísico, con ojos verdes, a contar chistes agrios, y a decir que su hija estaba en el hospital, que “lo que sea su voluntad por favor”. Lloré apoyada en un asiento que decía Carlos y Luisa se amarán x 100pre, y encontré en la historia del payaso la excusa perfecta para abandonarme al desconsuelo sin que nadie más se diera cuenta.
El payaso ya no es payaso. Se sube de frente a contar chistes, con la cara lavada. Seguramente el disfraz se le rompió y ya no puede comprar otro; ya no dice que la hija se está muriendo, porque se habrá curado, porque nunca estuvo enferma, o porque sencillamente ahora sí esta muerta. Los estudiantes siguen dándole dinero de manera instintiva. Es que hay algunos que ya se están graduando y ubican al flaco desde el pre.
En la ebenezer la mayoría del tiempo me tocaba ir de pie. A veces porque no había asientos, otras veces porque el largo de mis piernas chocaba con el asiento de adelante; de día, el chofer gritaba “si pasa paco, se agassshan pelados, que me arman pito y ando chiro”, de noche, apagaban las luces por la zona universitaria para salir bien librados de cualquier cuervo. La música era siempre la misma, teconocumbia, salsa, y regueattón.
Ya no uso buses, se han vuelto innecesarios por diversos motivos, unos cuantos bastante patéticos. Sin embargo, se me ocurre que la próxima vez que me suba a uno quiero sentir que el de atrás me roza solo porque quiere, no porque no tiene otra opción. No quiero un puesto sentada, como premio a haber ganado una de las miles de batallas diarias que tendrán que librar otros cuerpos ajenos al mío, con cientos de fobias nefastas.
El lugar que tenemos en el discurso urbano tiene que prestarse a miles de lecturas, y tiene que entregarse a la concepción de la identidad del guayaco, a que comemos “mojado”, cantamos y hablamos alto. Habría que entender que tantos modales europeos no tienen mucho sentido en nuestras manos.